Cuando en este año el refinado barón Ernst von Wolzogen abre el primer cabaré alemán, imitando a su manera lo que había visto en París, no podía imaginarse hasta dónde llegaría este arte que los propios alemanes definieron de tantas maneras: La décima Musa, El Arte menor, La Musa frívola, La Musa de la lengua afilada...
La derrota en la primera Guerra Mundial se llevó por delante no sólo el orgullo alemán, sino también la monarquía y, de paso, la censura. La posibilidad de expresarse sin ataduras, al menos teóricamente, permitió un auténtico estallido de creatividad. La recién nacida república de Weimar navegaba por un mundo difícil, lleno de turbulencias y contradicciones. La inflación se disparaba: 1 dólar se cambiaba por 7000 marcos a finales de 1922; un año después, ese mismo dólar equivalía a 65 millones de marcos. El gobierno no logra evitar la lucha de clases, y bolcheviques, nacionalsocialistas, conservadores y socialistas pugnan por la supremacía política. En el terreno cultural, el dadaísmo y el expresionismo forman la vanguardia artística, junto a movimientos como la Bauhaus. En este ambiente se desarrolla el más genuino cabaré, ahora ya plenamente adoptado como propio; se germaniza el nombre, y el Kabarett se impone como un medio de entretenimiento incisivo, crítico e inconformista, aunque no faltarán derivaciones más complacientes o autodestructivas.
Ya en 1926 algunos críticos certificaban la muerte del kabarett como género artístico. El agotamiento propio de todo arte venía a sumarse a otros factores, tanto políticos como sociales. El derrumbe económico tras el crack de 1929 en la bolsa estadounidense, que de la noche a la mañana dejó en la calle un millón de parados sólo en Berlín; el antisemitismo latente en la sociedad alemana y avivado interesadamente por ciertos sectores; el ascenso del partido nacionalsocialista al poder y la posterior limpieza de elementos desafectos al régimen.
Todo ello influyó fuertemente en el mundo teatral, que se vió sacudido por los vaivenes de la política y la economía: los teatros se veían obligados a cerrar o a rebajar el precio de las entradas; los artistas no siempre cobraban por su trabajo; el público, agobiado por los problemas cotidianos, quería un entretenimiento menos comprometido, que les ayudara a evadirse de la dura realidad.
El desánimo cundió entre muchos de ellos: Mischa Spoliansky, Friedrich Hollaender, Blandine Ebinger o Alexander Kardan decidieron huir del país antes de caer en manos de la temida policía política de Hitler; otros, como Marcellus Schiffer, Kurt Tucholsky, Maria Orska u Olga Wojan se suicidaron; otros murieron víctimas del alcohol o la droga, como Foster-Larrinaga; otros muchos, en fin, acabaron en un campo de concentración por su ascendencia judía o sus críticas al régimen y fueron asesinados antes de 1945: Kurt Gerron, Paul Morgan, Erich Mühsam, Werner Finck, Moritz Seeler, Max Ehrlich o Fritz Löhner Beda fueron algunos de los muchos que siguieron este triste camino.
Tras la guerra, el panorama artístico era desolador: los teatros destruidos, los artistas desaparecidos o emigrados a un país extraño en el que no todos fueron capaces de rehacer sus carreras. Algunos intentaron volver a Alemania, pero el conflicto había cambiado muchas cosas: la irrupción del cine y la televisión, la influencia de la industria del entretenimiento norteamericana, el propio espíritu de la gente. Todo era ahora muy distinto. El kabarett no murió, pero lo que vino después es ya otra historia...